"En cuanto al origen de la oratoria como actividad espontánea cabe señalar que apenas si hay algún canto de la Ilíada y la Odisea en que la mesura, prudencia y elegancia del héroe en el hablar, ya en breves sentencias o en extensos parlamentos, no sean elogiadas como imprescindible virtud", había leído la tarde anterior, en una ediciòn bilingue de 1957 de un pequeño texto de Lysias, mientras me resguardaba del frio en la sala de lectura de la Facultad de Humanidades y Artes.
Lo había tomado al azar, puesto que si bien me interesaba la retórica, no sabía nada de él. El salón abovedado de la biblioteca que alguna vez fue un convento, contrastaba con la luminosidad del discurso del retor.
"Lysias es sutil y elegante, y de no esperarse en un orador sino una información objetiva, no existe otro más perfecto. Nada en él es vacío, nada rebuscado. Con todo, se parece más a un límpido manantial que a un río poderoso", dijo Quintiliano de él.
Pensaba en sus límpidas construcciones cuando abandoné la Facultad y subí por la calle Entre Ríos, alejándome del centro de la ciudad, hacia la casa de mi novia. Sabía que no podría pasar la noche allí pero no me preocupaba.
Recordé el día en que el anciano estacionó su destartalada camioneta frente a la redacción del periódico que dirigía y me ofreció, con una mirada iluminada por el fanatismo y una confianza irracional, una edición que nunca leí de "Los Kerenskys argentinos".
No escuché sus explicaciones ni tampoco presté atención a su colaboración sobre el caso de hanta virus que la prensa nacional había descubierto en Neuquén. Solamente pensé que un hombre desesperado puede aferrarse a un libro con facilidad.