Sunday, July 27, 2008

Peregrinación a la colina de Wagner

(Por Juan Ángel Vela del Campo - El País) El Festival de Bayreuth se ajusta como un guante a las exigencias básicas que, según Steiner, debería cumplir un festival de música y teatro. Según el influyente filósofo, los festivales deben situarse en el terreno de la excepcionalidad, y a ellos se debe ir a ver o escuchar preferentemente aquello que no es posible ver o escuchar en los lugares donde se vive habitualmente.
Nadie sale de estampida al final aunque lleve siete horas de santificación wagneriana dentro
La excepcionalidad de Bayreuth (Alemania) está desde luego garantizada. Tiene un teatro único en el mundo pensado o soñado por Richard Wagner para representar sus obras, en particular Parsifal, que se estrenó allí en 1882, y El anillo del nibelungo con cuyo ciclo completo, en un prólogo y tres jornadas, se inauguró en 1876 el singular edificio de acústica en cierto modo vertical, sin foso orquestal a la vista del espectador y con patio de butacas en forma de anfiteatro.

Wagner escogió el lugar y se instaló con su familia en la Villa Wahnfried de la tranquila ciudad del norte de Baviera en abril de 1874. En el jardín de la parte posterior de la casa reposan sus restos en una tumba de extrema sencillez visitada por prácticamente todos los espectadores que se acercan a los festivales. También en Bayreuth, en el cementerio a la salida de la ciudad, se encuentran los restos mortales de Liszt. Y no excesivamente lejos de la casa-museo de Wagner se levanta uno de los teatros barrocos más bellos de Europa. Su imagen se difundió por todo el mundo hace unos años gracias a una película sobre Farinelli allí rodada. Pero a lo que íbamos, el 22 de mayo de 1872, día del 59 cumpleaños de Wagner, en la colina de Bayreuth, se puso la primera piedra del teatro destinado a hacer realidad la aspiración a la "obra de arte total", esa unión de música, teatro, escenografía, canto y pensamiento que Wagner perseguía con sus creaciones. Es imposible desligarse de la historia en una visita a Bayreuth. De la Historia de la Música y de la historia de la familia Wagner.
Entre otras razones, porque la familia Wagner ha regido siempre -y aún continúa haciéndolo- los destinos del festival. El propio compositor se encargó de las ediciones de 1876 y 1882. Su mujer Cósima tomó las riendas en 13 temporadas entre 1886 y 1906, periodo en el que se estrenaron Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Núremberg y las tres óperas románticas: Tannhäuser, Lohengrin y El holandés errante. Su hijo Siegfried se hizo cargo del festival en 10 ocasiones entre 1908 y 1930 y Winifred Wagner, que en cierto modo politizó el festival por su amistad con Hitler, dirigió durante 1931, 1933, 1934 y el periodo 1936-44. Después llegarían, a partir de 1951, con el nuevo Bayreuth los años de normalización democrática, o de desnazificación si se quiere. Fue el momento de los nietos Wieland y Wolfgang al frente de la nave. Juntos hasta que falleció el primero en 1966 y, en solitario, Wolfgang desde 1967.
El pequeño de los nietos, Wolfgang, que cumplirá 89 años a finales de agosto, lleva, pues, 58 años reinando en la verde colina. Esta edición es la de su despedida. Pero la familia, si no pasan cosas imprevisibles, va a continuar al frente, con sus dos hijas de matrimonios diferentes. Katharina, de 30 años, directora de escena, es la que parece cortar el bacalao. Eva, de algo más de 60 años, aporta su experiencia musical, ligada a festivales como el de Aix-en-Provence. Katharina piropea en público ahora, con diminutivos cariñosos, a su hermanastra. Eva no se ha dejado ver por Bayreuth todavía este año.
La Fundación Richard Wagner, cuya existencia se remonta a 1973, parece que ve con buenos ojos esta solución. Es la que aporta los fondos económicos necesarios para la supervivencia. De lo que se trata es de salvaguardar la herencia artística de Wagner. Faltaría más.
La edición de Bayreuth 2008 tiene, pues, un significado especial. Es la del recambio. Circula una foto con un beso de Katharina a su padre que en los círculos wagnerianos ya se ha bautizado como el beso de Kundry, en referencia al personaje de Parsifal. Bromas aparte, este año se han programado en Bayreuth todos los dramas musicales mayores de Wagner, sin ninguna concesión a las óperas románticas. Son además las últimas producciones auspiciadas por Wolfgang Wagner a partir de 2005, por lo que su programación constituye una muestra impagable de la tendencia actual del festival.
Desde Tristán e Isolda, original de 2005, en la lectura doméstica del mito por Christoph Marthaler, hasta la nueva producción de este año de Parsifal, con ribetes de la historia de Alemania en paralelo dialéctico con la propia ópera, a cargo del joven noruego Stefan Herheim, se nota que algo fundamental está cambiando en Bayreuth. La propia biznieta Katharina se permitió poner en solfa en una escena de su juvenil, impetuosa y descarada dirección teatral de Los maestros cantores no solamente a Wagner -de cabezudo, bailando en calzoncillos- sino a figuras eminentes de la cultura alemana como Schiller, Goethe, Bach, Lessing, Kleist, Schinkel, Durero, Beethoven o Hölderlin. El "cambio" se nota también en las proyecciones o conciertos públicos al aire libre, bien con óperas como los controvertidos Maestros ya citados, bien con programas que combinan las oberturas superventas de Wagner con fragmentos de West side story, de Bernstein.
El incondicional, respetuoso y culto público de Bayreuth está aceptando bien en general las novedades. En el caso de Herheim y Marthaler, porque capta que se trata de aportaciones fundamentadas, aunque no siempre las comparta. En el caso de El anillo del nibelungo, porque dirige el nuevo dios musical wagneriano, Christian Thielemann. Sabe que la dirección escénica de un patriarca teatral como Tankred Dorst es de circunstancias por su inexperiencia operística. La intención original era Lars von Trier, pero el cineasta, en un gesto que le honra, confesó después de casi dos años de preparación, que no se sentía capaz de sacar adelante la aventura que le habían propuesto.
¿Qué ambiente respira en Bayreuth el espectador? ¿Es un festival de precios prohibitivos? ¿Existe una atmósfera decadente y lujosa, con la correspondiente dosis de glamour en vena? Hay mucha leyenda y muchos equívocos en estos temas. De entrada, al Festival de Bayreuth no acceden los que no aman la música de Wagner. Es una cita de militantes, de peregrinos. Una manifestación casi religiosa, con la música de Wagner como objeto de adoración.
Las representaciones son a las 16.00, los bancos son corridos, sin reposabrazos, el calor es asfixiante y si a alguien le da un mareo tiene que esperar a que termine el acto para salir pues las puertas están escrupulosamente cerradas con la sensación de claustrofobia que eso produce en algunos. En el otro platillo de la balanza la acústica es excepcional, el nivel artístico de coro y orquesta, admirable; y el público vive las representaciones con un silencio y una concentración ejemplares. No sale de estampida al terminar aunque lleve seis o siete horas de santificación wagneriana dentro. Aplaude, grita y patea el suelo de madera con fervor (el pateo es la máxima manifestación de aprobación) o, por el contrario, aúlla y abuchea con todas sus fuerzas si algo no le agrada. Todo está permitido menos la indiferencia. Las farmacias de la ciudad tienen nombres evocadores: Tannhäuser o Parsifal, por si alguien necesita un calmante para las emociones vividas.
Una inauguración como la de Bayreuth convoca a centenares de medios de comunicación y de curiosos que suben a la colina a ver quién viene. En este sentido únicamente la apertura de la temporada de la Scala de Milán se le puede comparar. Quizás ni siquiera Salzburgo, aunque la ciudad de Mozart tiene más glamour. En el atuendo se notan diferencias los últimos años. Antes era más tradicional y ahora es más de diseño. De trajes tradicionales ya no vienen ni las japonesas que, por cierto, en lo que va de año están siendo las más elegantes. En el lado masculino se ha relajado también la indumentaria y los trajes están ganado terreno a pasos agigantados al esmoquin. Las entradas no son caras (de 13 a 159 euros), el problema es cómo conseguirlas, con listas de espera de hasta siete años si uno no busca recetas ocultas, que las hay aunque el que las conoce no suelta prenda. La reventa prácticamente no existe, el que tiene una entrada no la suelta por nada. La ortodoxia wagneriana se sigue reuniendo en el restaurante Eule para comentar las jugadas más interesantes de las representaciones. Pero a Bayreuth no se va a comer, sino a purificarse con la música de Wagner. Sus óperas aquí son como unos ejercicios espirituales de la modernidad. El Festival de Bayreuth pasa página con la retirada del nietísimo Wolfgang Wagner, pero la fascinación de la música de Richard Wagner se mantiene con la misma intensidad de siempre.

Wednesday, July 09, 2008

Final con puntos suspensivos en Granada

El Festival Internacional de Música y Danza terminó ayer en puntos suspensivos, inacabado. Porque el público que abarrotaba el Palacio de Carlos V se quedó con ganas de más. De más Bruckner y de más Daniel Barenboim, un soberbio y magistral Daniel Barenboim que, al frente de la Staatskapelle de Berlín, concluyó el miniciclo que le ha dedicado al certamen granadino con la ejecución de las tres últimas sinfonías de Anton Bruckner. La Sinfonía numero 9 en Re menor, La inacabada, sonó de manera majestuosa y dejó entre el público la sensación de querer más, de seguir escuchando música. El festival se cerró como los grandes festivales: con un público entregado.La Novena de Bruckner, tal vez su sinfonía más mística y religiosa, es también el compendio de toda la obra sinfónica del maestro austriaco, un maestro que estuvo años casi destinado al olvido y que ahora vuelve a ser reivindicado como uno de los más grandes de su tiempo. Lo reivindica el público y lo reivindican los grandes festivales. Pero nunca fue ignorado por los grandes compositores, desde Mahler a Gustav Holst. En la obra de éstos siempre quedó la impronta bruckneriana.Barenboim, uno de los mayores especialistas en Bruckner, regaló al festival granadino tres auténticas joyas en los tres últimos días con la interpretación de La Séptima, la Octava y la Novena sinfonías, un regalo tan monumental como el propio Palacio de Carlos V, un regalo abrumador de tanta hermosura, de tanta belleza musical, de tanta perfección armónica.La última velada del certamen, la dedicada a la Novena, prometía ser una velada apoteósica. Después del éxito de los dos días anteriores, de la maestría con la que Barenboim y la Staatskapelle habían esculpidos las sinfonías, el público ya iba predispuesto a tener otra noche mágica. Y la tuvo.Daniel Barenboim es tremendo en la dirección, en el conocimiento tan profundo que tiene de la creación bruckneriana. Supo ver en él, en su manera de escribir, no el estilo de un compositor romántico y post-wagneriano, sino también de alguien que había bebido hasta su esencia la tradición musical del Barroco o de la música medieval. Y en la Novena hay mucho de eso, como ese segundo movimiento, ese Scherzo con movimiento y vivo, que tiene mucho de la fuerza del Barroco y que Gustav Holst debió estudiar hasta la saciedad antes de ponerse a escribir la partitura de Los planetas.Barenboim supo imprimir grandeza a toda la partitura, desde la imponente solemnidad del primer movimiento hasta la extinción sonora del tercer movimiento, el Adagio, que Bruckner, intuyendo ya su muerte, como había intuido la de Wagner, subtituló Despedida de la vida. No conseguiría más que esbozar algunos centenares de compases de lo que habría de ser el Cuarto Movimiento, por lo que la obra está, aparentemente, inacabada.Pero la forma en que Barenboim dirigió la partitura dio la sensación de que el Adagio es ciertamente el final, un final que se va apagando lentamente, como la vida, hasta fundirse sin estrépito en el silencio. Así quedó el Palacio de Carlos V. En puntos suspensivos. Hasta que estallaron los aplausos a rabiar. Más de cinco minutos. De no ser así, el director se habría despedido de Granada con una sensación de extrañeza. Los cinco minutos de aplausos son casi una obligación del público.

¿Congreso o Parlamento?

A mis treinta y nueve años vengo a descubrir, gracias a nuestra presidenta y al coro de legisladores y periodistas que la siguen con fidelidad, que en Argentina tenemos Parlamento en lugar de Congreso.
Justamente ella que exhibe como credencial principal el haber librado presuntas gestas de épica resistencia contra el menemismo en el Congreso, durante los oscuros años noventa, tiene la ocurrencia de cambiarle el nombre a la institución.
Vale recordar, al respecto, que en Argentina, como en la mayoría de los países latinoamericanos, la casa del pueblo se denomina Congreso y no Parlamento, tal como puede comprobarse con una simple consulta a un diccionario de la Real Academia Española.
No se trata de una disquisición meramente linguística, puesto que el yerro de la presidenta desnuda veleidades absolutistas o si se quiere, lo que es más risueño aún, pretensiones monárquicas. Esto no es nuevo, ya que la mayoría de los mandatarios sudamericanos sueñan con perpetuarse en el poder y hasta incluso cimentar dinastías, tal como hacen los reyes y príncipes, muy probablemente por su propia insignificancia y pequeñez.
En efecto, el sistema institucional argentino se basa en la Constitución de Filadelfia, que establece la división de poderes, a uno de los cuales llama Congreso.
Esta institución del poder público se caracteriza por la elección de sus integrantes por parte del pueblo, además de la distinción en dos cámaras, una alta y otra baja, conformada respectivamente por senadores y diputados.
La noción de Parlamento, además de tener origen en una tradición monárquica, ya que fueron creados para que los nobles controlaran a los monarcas precisamente, vaya casualidad, en la imposición de tributos, carece de tales divisiones y por consiguiente de representaciones territoriales, una condición indispensable para la existencia de un régimen federalista.
¿Por qué entonces nuestra presidenta se refiere al Congreso como Parlamento? Indudablemente por una mezcla de ignorancia y desprecio por la división de poderes, ya que como se dijo, a una monarca le queda mejor un fastuoso Parlamento que un austero Congreso.
Tampoco debe llamar la atención que el grueso de los legisladores y una buena parte de los periodistas políticos incorporen alegremente la ocurrencia de la mandataria, a quien suelen llamar Cristina, como si efectivamente fuera una reina en lugar de una presidenta.
Se podrá argumentar que las instituciones parlamentarias de la monarquía europea se “aggiornaron” y eso es cierto, aunque lo hicieron incorporando sabios preceptos de la Constitución de Filadelfia, de la cual nuestra propia carta Magna se nutrió directamente, hace más de un siglo y medio.
Cabe preguntarse, entonces, con qué fin identificamos a nuestra bien nacida institución con sus pares europeas de orígenes menos luminosos, si al fin y al cabo estas debieron inspirarse en la matriz filosófica de los congresos americanos.
Las razones de la confusión son más prosaicas de lo que suele creerse, ya que como se dijo, el kirchnerismo en particular y el justicialismo o peronismo en general detestan la división de poderes y conciben a la Justicia y al Congreso como meros órganos subsidiarios que carecen de toda autonomía e independencia.
Esto quedó perfectamente en evidencia cuando la presidenta remitió al Congreso, al que no ingenuamente llamó Parlamento, un proyecto de ley para que los diputados refrendaran una resolución ministerial, “a libro cerrado y sin ningún tipo de modificaciones”, como pretendió su marido, predecesor en el cargo y presidente del partido oficial.
Se trata de una actitud que desnuda una concepción autoritaria que desconoce los principios elementales del sistema constitucional argentino, basado en la división de poderes y en el carácter federal de la administración del gobierno.
¿Cómo puede pedírsele a un diputado o a un senador que vote en contra de los intereses de sus propias provincias? Solamente basándose en una doctrina política donde precisamente el presidente manda con los modos imperativos de un monarca y el Congreso devenido en Parlamento, es decir, casi sin representación ciudadana y territorial, acata y refrenda.
Los argentinos precisamente debemos recuperar el valor de nuestras instituciones de gobierno y mal podremos hacerlo si les cambiamos no solamente el nombre, sino también los principios en las que estas se fundan e inspiran.
América dio al mundo un sistema de gobierno que aún no pudo ser superado: la democracia liberal moderna. La transformación operada fue tal que hasta la vieja y orgullosa Europa debió imitarnos.
A lo largo del siglo XIX, las repúblicas libres de Latinoamérica, entre ellas la nuestra, se organizaron a partir de los sabios principios políticos de la Constitución de Filadelfia, creando las condiciones para su engrandecimiento.
Nuestro país nunca tuvo monarcas ni parlamento, aunque muchos de nuestros presidentes hayan soñado y sueñen con entronizarse en el poder, cimentando dinastías y clases políticas con pretensiones nobiliarias. Lo que bien se dice, bien se concibe, reza una antigua y sabia frase. Comencemos por nombrar a las cosas por su nombre, aunque no conozcamos a ciencia cierta y con exactitud sus significados, porque de esa manera sus secretos habrán de revelarse tarde o temprano.