Saturday, August 30, 2008

Valparaiso

I

Raquel llegó a Valparaíso por tierra, cruzando los Andes, desde Argentina. El viaje no fue fácil pero ella lo disfrutó mucho. El dolor de cabeza que le produjo el apunamiento, consecuencia directa del ascenso hasta los 4.900 metros de altura, no impidió que se regocijara con la vista del río Agua Negra ni con los glaciares que se encuentran a un costado del camino.
Pasó junto a su pareja unos días en La Serena, donde disfrutó de las amplias playas que tiene esta ciudad balnearia del norte chileno. Como muchos otros turistas, recorrió el puerto de Coquimbo y comió mariscos en las fondas del mercado ubicado a un costado del muelle de pescadores.
Deambuló despreocupadamente sin saber muy bien qué hacer. La aventura que ideó con tanta anticipación en su país de residencia, había terminado y sin embargo, continuaba viajando y se encontraba a miles de kilómetros de su familia y de su hogar.
Pensó en subir hasta Perú, atravesando el desierto de Atacama, el más seco del mundo, según refieren los chilenos, pero descartó la idea sin saber muy bien el porqué. Sin pensarlo demasiado compró un boleto hacia el puerto de Valparaíso, ubicado unos cuatrocientos kilómetros hacia el sur, probablemente atraída por su bello y sugerente nombre.
El viaje fue tranquilo y pudo disfrutar de la vista del océano que la autopista número cinco ofrece espaciadamente en esa parte del país. Sin embargo, conforme el bus avanzaba, trepando trabajosamente las colinas y descendiendo silenciosamente las pendientes, se iba sintiendo agobiada por una sensación extraña de la que sólo podía identificar la desesperanza.
¿Por qué había viajado como un nómada en los últimos cinco años?, se preguntó pero prefirió no contestarse y se embarcó en una charla trivial con su acompañante, quien también mostraba signos de sentirse fatigado.
El bus dejó la autopista central de Chile al atardecer y se internó por la ruta que conduce al mar. Llegó a la ciudad portuaria de noche, arrastrada por un tránsito demencial. La primera impresión no le gustó. El taxi la dejó en la ciudad vieja, frente a un hotel de tercera categoría que amenazaba con derrumbarse.
El incesante ir y venir de los pobladores la dejó perpleja y sin aire. Sin embargo, se dijo que estaría cansada y que luego de cenar dormiría y se levantaría al día siguiente con mejor disposición para conocer la ciudad.
Fue así. Se levantó a media mañana, reconfortada por el largo e ininterrumpido descanso. Después de ducharse desayunó en la habitación, tomó una guía para turistas en la conserjería y salió entusiasmada a recorrer las calles.
El tránsito no había cambiado mucho y vio azorada cómo cientos de minibuses recorren el área céntrica a una velocidad temeraria, compitiendo entre unos y otros y atacando ferozmente al resto de los automovilistas y a los peatones.
La mañana era destemplada. El comienzo del otoño austral, que había pasado casi desapercibido en La Serena, aquí se señoreaba por todas partes, empezando por un cielo plomizo que se asociaba perfectamente con el smog y la bruma marina.
No le interesaba demasiado la historia de Chile, aunque sabía que Valparaíso siempre fue el principal puerto nacional. Además, solía decirse a sí misma y a sus amigos, cada vez que regresaba de una travesía, en reuniones que duraban horas y sus relatos contribuían a aminar, que podía conocerla en su propio país, echando mano a la fabulosa biblioteca municipal de su ciudad natal. En sus numerosos viajes se limitaba a observar a la gente y los paisajes, urbanos o silvestres, volcando todo en cuadernos de papel reciclado.
Claro, ahora todos los jóvenes de su país viajaban compulsivamente, sin saber por qué y para qué. Pero ella no se parecía al promedio. Prefería salir sola, o como en este caso, con una pareja no muy estable, y mezclarse con los nativos, moviéndose de país en país sin un plan preconcebido.
Su amigo intuía que le gustaría encontrar un lugar en donde quedarse y que el movimiento continuo que se imponía a sí misma comenzaba a angustiarla. Las memorias de los distintos lugares que había visitado a lo largo de los últimos años empezaban a confundirse. Con frecuencia cambiaba el orden de cada viaje y situaba las experiencias que había vivido en los sitios equivocados. ¿Fue en Madrás donde compramos el kaftan azul bordado?, le preguntaba a su compañero de aventuras, con una expresión más parecida al ruego que a la interrogación.
Por eso llevaba consigo su diario de viaje, donde registraba sin método alguno todo tipo de hechos y observaciones. Esa mañana, en el café del mirador del puerto, al que había llegado mediante los pintorescos elevadores públicos que caracterizan a Valparaíso, anotó una frase extraña: “Volver no tiene demasiado sentido”.
Mientras bebía su café expreso, observó la anotación que había realizado unos minutos antes. Su caligrafía había desmejorado en los últimos años, aunque todavía conservaba la sobria elegancia adquirida durante la escuela básica. Le gustaban los trazos verdes sobre el papel amarillento y esa sensación la ayudó a dejar de lado el sentido de la frase. “Joder, estás viajando, Raquel”, se dijo mientras echaba una nueva mirada a la vista del viejo puerto ultramarino, donde el color verde oliva de los buques de guerra contrastaban con el colorido de los transportadores de contenedores que llegaban desde todas partes del planeta.
Entusiasmada, prefirió regresar a pie, bajando por las calles empinadamente serpenteantes, sabiendo que lo más probable es que fuera a perderse. La sensación de la bajada abrupta la regocijó. Las piernas caminaban solas, tomando la delantera, obligándola a inclinarse hacia atrás para no caer de bruces. Un leve cosquilleo le subía desde el bajo vientre y le subía por el torso, cambiándole la expresión de la cara que recibía con gratitud la frescura de la brisa marina.
Contempló satisfecha cada una de las pintorescas esquinas, con el detenimiento fugaz aunque atento de los mejores fotógrafos y se internó por la caótica área comercial como si en realidad estuviera en otro mundo.
Llegó al destartalado hotel fatigada y con las piernas temblorosas, gracias a las indicaciones que le dio un transeúnte de aspecto amigable. Se recostó en la vieja cama de hierro cerrando los ojos, tratando de retener y reproducir las imágenes que captó durante su paseo de ascenso a los morros. Se durmió viendo una esquina de color cielo y un barco con contenedores rojos, amarillos y azules brillando en medio de la brumosa bahía.

II

Se despertó al anochecer con el ruido de una bocina y los reproches de una pareja. Miró asustada el reloj y por un momento pensó que no sabía donde estaba. El acento chileno de los contendientes y el olor a humedad del cuarto la devolvieron rápidamente a la realidad. Se preguntó que hacía allí y se dio cuenta que su amigo la había abandonado una vez más.
La relación que mantenían no podía ser encasillada. Su madre siempre se lo recriminaba, puesto que Raquel era la menor de tres hermanas y según su estrecho parecer, había llegado al mundo para complicar lo más simple.
A sus 35, su atractivo no solamente no había retrocedido, sino que incluso hasta se había intensificado. En la penumbra del cuarto, recordó la tarde en que un amigo le dijo que estaba en la mejor edad para una mujer y aunque se sintió halagada, lo rechazó sin mayores miramientos.
Nunca había podido aferrarse a un hombre y en cierto modo sufría por ello, aunque muchas veces disfrutaba de su libertad, una libertad que en los peores momentos se transformaba en una soledad amarga que amenazaba con destruirla.
La comparación con Margarita y Antonia, sus dos hermanas mayores, no la favorecía en absoluto. Las dos se habían casado jóvenes, luego de breves frustraciones amorosas y le habían dado a su madre varios nietos tan adorables como revoltosos.
Ella seguía allí, a un costado, tratando de esquivar las acusaciones de su madre, viendo cómo las familias de sus dos hermanas se ampliaban y consolidaban prácticamente si sobresaltos.
Disfrutaba del contacto con sus sobrinos pero le dolía el progresivo silencio amonestador en el que se iba sumiendo su madre, conforme iba envejeciendo. Lo que al principio no eran más que lógicas prevenciones, con el tiempo habían mudado en amargos y silenciosos reproches.
Sin embargo, la frustración de su familia no era de gran importancia para ella. Si bien ocupaba gran parte de sus pensamientos, hacía varios años que se había entregado a quienes la juzgaban. Ahora buscaba otras cosas, aunque no sabía bien cuáles eran.
Si hubiese sido capaz de disfrutar de la poesía, hubiera advertido que se encontraba en la misma ciudad donde vivió el gran poeta chileno Pablo Neruda. Pasó por alto el detalle cuando hojeó el folleto turístico que había guardado en la mochila, aunque el nombre de La Sebastiana le produjo una sensación difícil de definir, cercana a la extrañeza, ya que pocas veces había escuchado ese nombre en su versión femenina.
Cuando terminó de asearse se dio cuenta que no había comido en todo el día y se decidió a buscar uno de esos restoranes que atraen a jóvenes viajeros de todo el mundo, sin darse cuenta que su ilusión de encontrar otro compañero de aventuras volvería a verse frustrada una vez más.
En efecto, si bien a esa hora la fonda estaba repleta, no encontró a ninguna persona interesante con quien hablar y se sumió en un silencio desolador que hizo que tuviera ganas de estar en casa de su madre, junto a sus hermanas, sus esposos y sus hijos. Esa sensación la inquietó todavía más, ya que tomó conciencia que estaba muy lejos de lo que en definitiva consideraba su familia. Pensó en escribir un e-mail y salió del local en dirección de un cyber café para cumplir con su cometido.
Caminó dos o tres cuadras por calles y veredas angostas mal iluminadas hasta que dio con un negocio donde adolescentes chilenos pasaban las horas jugando. Se sentó frente al ordenador número doce, abrió su casilla de correo y comenzó a escribir. Al cabo de unos minutos despachó el mensaje sin saber muy bien lo que decía y volvió a su sórdido cuarto de hotel.
Pensó que se avecinaba otra larga noche, similar a la que tantas veces había afrontado sin demasiada valentía, saliendo en la mayoría de los casos indemne, salvo algunas heridas que prefería no recordar y se había acostumbrado a confinar en el rincón más oscuro de su memoria.
Sin embargo, tras recostarse e intentar vanamente concentrarse en la lectura, sintió ganas de volver al mirador para observar las luces del puerto y la ciudad desde lo alto. Se incorporó en la cama desvencijada, tomó un abrigo ligero, se recogió la cabellera y salió a la calle para tomar un taxi.
El camino hacia el mirador se le hizo largo. El conductor, un chileno con rasgos mapuches, la interrogó de manera impiadosa. Evadió cada una de sus preguntas indiscretas, concentrándose en cada curva y contra curva, sabiendo que muy probablemente debería regresar a pie en medio de la madrugada.
Se bajó en el estacionamiento del café que había visitado por la mañana…