Salió como todas las mañanas, cargando sobre uno de sus hombros el caballete de madera, la cabeza cubierta por un sombrero de tela descolorida y la valija con óleos y pinceles sostenida por la mano que le quedaba libre.
Cruzó la glorieta de glicinas, respirando la frescura silvestre que bajaba de los cerros que le ofrecían sus contornos apenas definidos por la luz matinal.
El río Blanco comenzaba a otra vez a correr, tras meses de parálisis impuesta por el congelamiento y pensó que a su regreso ordenaría al mayordomo que comience a llenar la pileta de mayólicas italianas que su suegro hizo construir en una de las habitaciones de la imponente casona, con el objeto de evitar fisgones y resguardar a las damas de la familia.
Era curioso, su vida había estado siempre signada por los ríos. Al igual que su padre se había empecinado en terminar la usina hidroeléctrica sobre el río Mendoza que llevó a la familia a la ruina.
Cruzó a grandes pasos el camino de tierra que únia a Luján de Cuyo con Mendoza. La tela que llevaba todavía estaba a medio hacer y volvería al mismo lugar en el que estuvo trabajando durante semanas con la única compañía de las aves y animales silvestres.
Quería a esa tierra que permanecía virgen más que a su Burdeos natal porque sosegaba su alma. Por nada del mundo pensaría en cambiarla.