Era consciente del parecido entre los tres personajes que conocí durante mi viaje, el guía turístico de Talampaya, el propietario de la posada en Barreal y Fernando, el aristócrata paisajista de Luján de Cuyo.
Tenían en común la necesidad de contemplación diaria de la belleza natural e imponente de los cerros andinos, quizá porque creían ver en ellos la emergencia de lo puro e inaccesible o simplemente porque su visión les provocaba un placer inconmensurable, como me ocurría a mi.
Fue de manera casual que me di cuenta por qué las culturas precolombinas atribuían a los monumentales cerros la condición de deidades. Estaba esperando que el gomero de Barreal reparara uno de los neumáticos de la camioneta en que viajaba cuando levanté la vista para contemplar las nieves eternas del Mercedario.
Repetí la operación varias veces, sintiendo el estremecimiento que me provocaba la inmaculada blancura del pico nevado que sobresalía y se recortaba desde el horizonte.
Tal vez era eso lo que regocijaba secretamente a mis tres personajes y lo que les permitía olvidarse de esa sensación de inquietud que acompaña constantemente a los seres vivos y que Kipling describió tan bien con el balanceo de los elefantes de la India.