Lo más interesante de todo es que José propiciaba diálogos que transgredían totalmente el ámbito de su función. Por ejemplo, con Gilles, un francés de mediano porte y edad que tomaba obsesivamente notas de todo cuanto veía y se le decía en un cuaderno escolar de tapas color naranja, se embarcó en una animada conversación de negocios en los que analizaban todo tipo de alternativas turísticas para sacarle euros a sus compatriotas.

No me pasó por alto la emoción que afloraba en sus oscuros ojos cuando comenzó a contarme historias de su infancia, cuando las aventuras que cualquier niño de ciudad tiene en el club o a lo sumo en un parque, se desarrollaban en un escenario tan impresionante como el cañón de Talampaya.
Su sensibilidad casi indisimulada me cayó en gracia y desplacé a Gilles de su lado, trabando una conversación sobre esa época lejana en donde por ejemplo las empresas mineras no volaron de milagro las paredes rosadas del gigantesco cañón. "Por todos lados hay hoyos abiertos por los buscadores de minerales. Cuando era niño las explosiones eran tan frecuentes que cuando nos las dejábamos de escuchar pensábamos que algo malo había pasado", recordó torciendo el labio inferior, en una suerte de sonrisa irónica. Luego nos explicó que las constantes explosiones espantaron a la fauna que habitaba en el lugar, obligando a guanacos y pumas a buscar nuevas moradas.
La expresión de su rostro cuando nos confesó que desde la ventana de su dormitorio tiene una incomparable vista del pico nevado del Famatina, me reconfortó haciéndome notar el orgullo que sienten los nativos de todo Cuyo por sus bellísimos paisajes.
Cuando terminó la excursión y José se disponía a recibir a un nuevo contingente, lo saludé con un apretón de manos y una leve inclinación de cabeza que él correspondió educadamente. Mientras recorría el camino de salida que lleva a la ruta 151, pensé en lo afortunado que fue al criarse en un sitio tan maravilloso.