Quiso escribir pero tenía el interior demasiado revuelto para hacerlo, de modo que decidió tomar la ruta hacia El Puesto para visitar a Rosa Orquera. Tenía previsto hacer un documental sobre la llamada Ruta del Adobe y solamente le restaba entrevistar a la tataranieta de los constructores del Oratorio consagrado a la Virgen del Rosario.
La mañana estaba fresca y transparente, a pesar de que el día anterior había soplado el Zonda, cubriendo el valle con el polvo acumulado durante los ocho meses de sequía.
El fenómeno lo sorprendió bajando desde el Paso de San Francisco y lo dejó perplejo, porque nunca antes lo había experimentado, aunque muchas veces oyó hablar de él.
Con la cabeza todavía mareada por los efectos de la altura y el rápido descenso, creyó que en realidad estaba lloviendo sobre Fiambalá, dado que el polvo suspendido semejaba las lluvias que solía ver de niño en las rutas de la zona pampeana.
La mañana estaba fresca y transparente, a pesar de que el día anterior había soplado el Zonda, cubriendo el valle con el polvo acumulado durante los ocho meses de sequía.
El fenómeno lo sorprendió bajando desde el Paso de San Francisco y lo dejó perplejo, porque nunca antes lo había experimentado, aunque muchas veces oyó hablar de él.
Con la cabeza todavía mareada por los efectos de la altura y el rápido descenso, creyó que en realidad estaba lloviendo sobre Fiambalá, dado que el polvo suspendido semejaba las lluvias que solía ver de niño en las rutas de la zona pampeana.
Fiambalá cubierta de polvo, durante la tormenta
provocada por el Zonda.
Cuando ingresó al poblado desde el oeste se dio cuenta que se trataba de una lluvia de polvo provocada por un viento seco y cortante que bajaba velozmente desde la cordillera, al igual que él y su Volskwagen.
Ni en la calle principal ni en la plaza había nadie. Los lugareños habían optado, como suelen hacerlo desde hace siglos, por quedarse encerrados en sus viviendas a la espera de que el Zonda dejara de soplar, cosa que ocurrió al anochecer, permitiendo que la gente saliera masivamente a la calle a hacer sus tareas cotidianas, sin importar la hora. Fue así que vio una panadería y una tienda abierta cerca de la medianoche y aprovechó para comer en el único comedor de la localidad.
Mientras subía la cuesta pensaba en el esfuerzo de esas localidades que continuaban luchando contra el indetenible proceso de desertificación que según los estudiosos se inició a fines del siglo XIX, transformando rotundamente todo el bolsón.
Trató de imaginarse cómo había sido aquella zona cuando el negocio ganadero la hizo próspera y los campos lucían el verde tierno de los alfalfares. Ahora ni siquiera había cardones y las dunas avanzaban orgullosamente.
El Puesto es un oasis, como la mayoría de las localidades puneñas. Su calle principal está arbolada y conduce, en un recodo de ensueños, al Oratorio de los Orquera, donde Doña Rosa, a los 80 años, espera la llegada de los visitantes.
Mientras bajaba su equipo fotográfico ella le salió al cruce y lo saludó cortésmente, explicándole que si bien estaba abierto al público, el Oratorio era propiedad de su familia.
Con una rápida mirada abarcó la construcción de adobe que aparecía detrás de los algarrobos y pensó que su mayor encanto y atractivo residía en su sencillez y fragilidad.
Rosa le abrió la puerta sin visagras, bromeando sobre el origen de la palabra “desquiciado” y avanzó sobre el piso de tierra consolidada de la capilla. El interior contrastaba con la fachada, puesto que estaba pintado de blanco y el altar exhibía la imagen traída desde Chuquisaca a mediados del siglo XVIII.
La deteriorada pintura de la virgen amantando al niño le produjo una sensación contradictoria, parecida a la que solía experimentar cuando veía las antiguas obras de arte del período colonial. Tenía algo de sacro y pagano a la vez, pensó antes de retirarse para ver el lagarde de cuero de vaca que Rosa conservaba al lado del Oratorio y exhibía orgullosa a los visitantes.
En el camino de regreso no advirtió que sus inquietudes internas habían menguado, al igual que la tormenta de tierra que el Zonda había provocado el día anterior.
El Oratorio tiene la misma ambigüedad que percibió en la pintura traída de Cuzco, reflexionó antes de dormirse. Es el frágil pero casi perenne testimonio de la llegada del cristianismo a esas tierras áridas y alejadas, de un momento que habría de cambiar la historia para siempre. Son testimonios del mestizaje, alcanzó a pensar antes de caer rendido ante el sueño.
Ni en la calle principal ni en la plaza había nadie. Los lugareños habían optado, como suelen hacerlo desde hace siglos, por quedarse encerrados en sus viviendas a la espera de que el Zonda dejara de soplar, cosa que ocurrió al anochecer, permitiendo que la gente saliera masivamente a la calle a hacer sus tareas cotidianas, sin importar la hora. Fue así que vio una panadería y una tienda abierta cerca de la medianoche y aprovechó para comer en el único comedor de la localidad.
Mientras subía la cuesta pensaba en el esfuerzo de esas localidades que continuaban luchando contra el indetenible proceso de desertificación que según los estudiosos se inició a fines del siglo XIX, transformando rotundamente todo el bolsón.
Trató de imaginarse cómo había sido aquella zona cuando el negocio ganadero la hizo próspera y los campos lucían el verde tierno de los alfalfares. Ahora ni siquiera había cardones y las dunas avanzaban orgullosamente.
El Puesto es un oasis, como la mayoría de las localidades puneñas. Su calle principal está arbolada y conduce, en un recodo de ensueños, al Oratorio de los Orquera, donde Doña Rosa, a los 80 años, espera la llegada de los visitantes.
Mientras bajaba su equipo fotográfico ella le salió al cruce y lo saludó cortésmente, explicándole que si bien estaba abierto al público, el Oratorio era propiedad de su familia.
Con una rápida mirada abarcó la construcción de adobe que aparecía detrás de los algarrobos y pensó que su mayor encanto y atractivo residía en su sencillez y fragilidad.
Rosa le abrió la puerta sin visagras, bromeando sobre el origen de la palabra “desquiciado” y avanzó sobre el piso de tierra consolidada de la capilla. El interior contrastaba con la fachada, puesto que estaba pintado de blanco y el altar exhibía la imagen traída desde Chuquisaca a mediados del siglo XVIII.
La deteriorada pintura de la virgen amantando al niño le produjo una sensación contradictoria, parecida a la que solía experimentar cuando veía las antiguas obras de arte del período colonial. Tenía algo de sacro y pagano a la vez, pensó antes de retirarse para ver el lagarde de cuero de vaca que Rosa conservaba al lado del Oratorio y exhibía orgullosa a los visitantes.
En el camino de regreso no advirtió que sus inquietudes internas habían menguado, al igual que la tormenta de tierra que el Zonda había provocado el día anterior.
El Oratorio tiene la misma ambigüedad que percibió en la pintura traída de Cuzco, reflexionó antes de dormirse. Es el frágil pero casi perenne testimonio de la llegada del cristianismo a esas tierras áridas y alejadas, de un momento que habría de cambiar la historia para siempre. Son testimonios del mestizaje, alcanzó a pensar antes de caer rendido ante el sueño.