Mientras dejaba la capital sanjuanina rumbo al Sur, por la mítica ruta nacional 40, pensé que El Alemán había escapado hacia un lugar donde las desolación, la traición y el engaño no pudieran dañarlo con la misma ferocidad y ensañamiento con que destrozaron a su amada y que todos los seres humanos intentamos dejar atrás lo que nos hace mal.
Sabía que la historia no era probablemente más que un producto de mi fantasía pero también que me ayudaba a comprenderlo a él y en parte a mí mismo porque ambos queremos a la naturaleza lo más natural posible.
A pocos kilómetros de Mendoza, cuando la luz se desvanecía detrás de la cordillera y el tránsito se hacía más esporádico, imaginé que no llegaron a amarse en las escasas noches que se vieron. A ninguno de los dos les interesaba hacer el amor, solamente buscaban la confirmación de un sentimiento que pudo sobrevivir al paso del tiempo y a la distancia pero que sucumbió frente a las heridas que va abriendo la vida en las personas a medida que los años pasan y los desengaños se acumulan.