Lo primero que llama la atención a quien visita por primera vez la ciudad es el horario comercial. La caravana de automóviles y colectivos abarrotados de gente que en otros sitios del país uno espera ver a las 5 o a lo sumo a las 7 de la tarde, aquí recién recorre las avenidas principales a las 10,30 de la noche. Indudablemente los sanjuaninos tienen predilección por las siestas prolongadas, lo que en parte se explica por el rigor del clima estival y del implacable viento Zonda que sopla en primavera.
La aridez y el riesgo sísmico son dos elementos con los cuales la sociedad sanjuanina convive desde hace siglos, a tal punto que una ley provincial castiga con prisión a quien derroche agua o, como me dijo jocosamente un gomero, "hasta que no comienzan a caerse las cosas, yo no me levanto de la cama", refiriéndose a los frecuentes temblores que se registran en toda la provincia.
Una de las cosas que primero llama la atención cuando se habla con un sanjuanino es su acento, mucho más parecido al chileno que el del resto de los habitantes de Cuyo.
La diferencia con la tonada mendocina es realmente notable y sólo se puede comparar con el contraste existente entre las zonas comerciales de las dos capitales, siendo la de San Juan mucho más provinciana y humilde.
Para quien proviene de una pequeña ciudad santafesina, la sencillez sanjuanina es realmente bienvenida.
Si tuviera que definir a la ciudad utilizaría la plabara temblorosa no por su falta de carácter sino porque padece frecuentes movimientos sísmicos y su población vive pensando en el próximo gran terremoto que nadie a ciencia cierta, ni siquiera los especialistas del Instituto Nacional de Prevención Sísmica que se encuentra naturalmente en San Juan, puede pronosticar.
La llama votiva que recuerda a las víctimas del terremoto que el 15 de enero de 1944 destruyó la ciudad, tiene en tal sentido, un significado que trasciende lo simbólico.