Una noche le comenté a El Alemán la experiencia que viví en la posada de Rodeo, donde una mujer se levantó de una de las mesas e interpretó en el piano del salón la música más bella y sensible que escuché en toda mi vida.
Sus ojos azules que resaltaban todavía más gracias al contraste que le ofrecía una piel nórdica expuesta durante muchos años al inmisericorde sol de la precordillera, me escuchaban con atención y parecían no querer perderse ningún detalle.
Era la primera vez que el dueño de la posada me demostraba abiertamente sus sentimientos y comprendí que como la mayoría de sus compatriotas, amaba la música y la concebía como una forma de comunicación más pura y poderosa que el lenguaje.
El relato se convirtió en un diálogo animado cuando le comenté que esa noche en Rodeo no solamente me había emocionado sino que también había comprendido a Daniel Baremboim cuando en su autobiografía trazó diferencias entre las acciones de recordar y rememorar en el arte de la interpretación, atribuyendo a esta última la capacidad de revivir las emociones que acompañaron al compositor al momento de la creación.
"El piano, como cualquier otro instrumento musical, es como el torso de una mujer a la que uno le puede arrancar suspiros o provocar la mayor indiferencia", me dijo, una vez que terminé de comentarle mis ideas sobre la cita de Baremboim, revelándome un costado sentimental que nunca le hubiera atribuido en nuestras primeras charlas.