El restaurante se encuentra sobre la calle principal, en una generosa porción de tierra en la que abundan álamos y animales autóctonos. Con una disposición agradable, el edificio tiene unos grandes ventanales en los que de día se puede divisar el paisaje pero que por las noches se transforman en espejos oscuros que reflejan todo lo que acontece en el interior.
En el centro esta ubicado el imprescindible hogar que en los otoños e inviernos crudos de montaña, ayuda a calentar el ambiente, generándo una atmósfera propicia para el diálogo intimista.
Como llegamos cuando el verano estaba finalizando, tuvimos que soportar un irrespetuoso grupo de surfistas que se gritaban unos a otros, como si fuesen verdadero sordos.
Mientras el bullicio invadía la estancia nos concentramos en la tarea de ordenar la cena. Elegimos obviamente las truchas criadas en el lago del lugar, maravillosamente preparadas y servidas por una joven silenciosa que muy probablemente sea hija de la dueña.
En el otro extremo del salón había un grupo de mujeres que junto a un hombre charlaban amable e interesadamente, ignorando a los chillones de la mesa de al lado.
La conversación discurría sobre las posibilidades turísticas del lugar y del negocio en particular, que según entendí, en esa época del año es sostenido por los empleados jerárquicos de las minas que diariamente bajan desde las alturas para cenar.
Cuando los surfistas se marcharon, una de las mujeres, de piel muy blanca y larga cabellera negra, se sentó al piano y sin prestarle atención a nadie comenzó a realizar ejercicios de calentamiento para su dedos.
El aspecto concentrado de su rostro contradecía lo que tocaba, aunque prefiguraba algo inesperado. Yo la seguía a través de los reflejos en los grandes ventanales, donde también podía distinguir con claridad a la dueña de la posada, el invitado, un hombre mayor, vestido pulcramente y con modales educados, que al parecer tenía un profundo conocimiento de las actividades económicas de la región y a la jovencita que luego de retirar los cubiertos de la mesa que ocuparon los surfistas, se sentó junto a su madre y disfrutaba de un un postre que me pareció que era un budín de pan sazonado con arrope de uvas.
No me di cuenta del cambio de actitud de la pianista hasta que arremetió con una delicadeza conmovedora las primeras notas de un concierto de Ravel que escuchaba con mi madre cuando era niño.
Estaba ahora sentada con la postura relajada de una gran intérprete y se movía levemente con cada nota, elevando la cabeza cada vez que tocaba una nota grave, ajena por completo a quienes la rodeábamos.