A mis treinta y nueve años vengo a descubrir, gracias a nuestra presidenta y al coro de legisladores y periodistas que la siguen con fidelidad, que en Argentina tenemos Parlamento en lugar de Congreso.
Justamente ella que exhibe como credencial principal el haber librado presuntas gestas de épica resistencia contra el menemismo en el Congreso, durante los oscuros años noventa, tiene la ocurrencia de cambiarle el nombre a la institución.
Vale recordar, al respecto, que en Argentina, como en la mayoría de los países latinoamericanos, la casa del pueblo se denomina Congreso y no Parlamento, tal como puede comprobarse con una simple consulta a un diccionario de la Real Academia Española.
No se trata de una disquisición meramente linguística, puesto que el yerro de la presidenta desnuda veleidades absolutistas o si se quiere, lo que es más risueño aún, pretensiones monárquicas. Esto no es nuevo, ya que la mayoría de los mandatarios sudamericanos sueñan con perpetuarse en el poder y hasta incluso cimentar dinastías, tal como hacen los reyes y príncipes, muy probablemente por su propia insignificancia y pequeñez.
En efecto, el sistema institucional argentino se basa en la Constitución de Filadelfia, que establece la división de poderes, a uno de los cuales llama Congreso.
Esta institución del poder público se caracteriza por la elección de sus integrantes por parte del pueblo, además de la distinción en dos cámaras, una alta y otra baja, conformada respectivamente por senadores y diputados.
La noción de Parlamento, además de tener origen en una tradición monárquica, ya que fueron creados para que los nobles controlaran a los monarcas precisamente, vaya casualidad, en la imposición de tributos, carece de tales divisiones y por consiguiente de representaciones territoriales, una condición indispensable para la existencia de un régimen federalista.
¿Por qué entonces nuestra presidenta se refiere al Congreso como Parlamento? Indudablemente por una mezcla de ignorancia y desprecio por la división de poderes, ya que como se dijo, a una monarca le queda mejor un fastuoso Parlamento que un austero Congreso.
Tampoco debe llamar la atención que el grueso de los legisladores y una buena parte de los periodistas políticos incorporen alegremente la ocurrencia de la mandataria, a quien suelen llamar Cristina, como si efectivamente fuera una reina en lugar de una presidenta.
Se podrá argumentar que las instituciones parlamentarias de la monarquía europea se “aggiornaron” y eso es cierto, aunque lo hicieron incorporando sabios preceptos de la Constitución de Filadelfia, de la cual nuestra propia carta Magna se nutrió directamente, hace más de un siglo y medio.
Cabe preguntarse, entonces, con qué fin identificamos a nuestra bien nacida institución con sus pares europeas de orígenes menos luminosos, si al fin y al cabo estas debieron inspirarse en la matriz filosófica de los congresos americanos.
Las razones de la confusión son más prosaicas de lo que suele creerse, ya que como se dijo, el kirchnerismo en particular y el justicialismo o peronismo en general detestan la división de poderes y conciben a la Justicia y al Congreso como meros órganos subsidiarios que carecen de toda autonomía e independencia.
Esto quedó perfectamente en evidencia cuando la presidenta remitió al Congreso, al que no ingenuamente llamó Parlamento, un proyecto de ley para que los diputados refrendaran una resolución ministerial, “a libro cerrado y sin ningún tipo de modificaciones”, como pretendió su marido, predecesor en el cargo y presidente del partido oficial.
Se trata de una actitud que desnuda una concepción autoritaria que desconoce los principios elementales del sistema constitucional argentino, basado en la división de poderes y en el carácter federal de la administración del gobierno.
¿Cómo puede pedírsele a un diputado o a un senador que vote en contra de los intereses de sus propias provincias? Solamente basándose en una doctrina política donde precisamente el presidente manda con los modos imperativos de un monarca y el Congreso devenido en Parlamento, es decir, casi sin representación ciudadana y territorial, acata y refrenda.
Los argentinos precisamente debemos recuperar el valor de nuestras instituciones de gobierno y mal podremos hacerlo si les cambiamos no solamente el nombre, sino también los principios en las que estas se fundan e inspiran.
América dio al mundo un sistema de gobierno que aún no pudo ser superado: la democracia liberal moderna. La transformación operada fue tal que hasta la vieja y orgullosa Europa debió imitarnos.
A lo largo del siglo XIX, las repúblicas libres de Latinoamérica, entre ellas la nuestra, se organizaron a partir de los sabios principios políticos de la Constitución de Filadelfia, creando las condiciones para su engrandecimiento.
Nuestro país nunca tuvo monarcas ni parlamento, aunque muchos de nuestros presidentes hayan soñado y sueñen con entronizarse en el poder, cimentando dinastías y clases políticas con pretensiones nobiliarias. Lo que bien se dice, bien se concibe, reza una antigua y sabia frase. Comencemos por nombrar a las cosas por su nombre, aunque no conozcamos a ciencia cierta y con exactitud sus significados, porque de esa manera sus secretos habrán de revelarse tarde o temprano.